Dos kilos de chuletas a la brasa, patatas fritas con pimientos de padrón, dos buenas ensaladas, un plato con queso y fiambre, pan tostado y ajoaceite.  Aquí no hay medias tintas. A la Gruta se viene a comer y uno sale de allí con el estómago lleno y la sensación de haber viajado en el tiempo hasta uno de esos restaurantes de ambiente castellano a los que íbamos con nuestros padres en las fechas señaladas en las que se comía fuera de casa, que no eran demasiadas.

El restaurante, ubicado en Paiporta, a diez minutos de Valencia, es uno de esos sitios que cualquiera al que le guste comer y tenga más de 50 años conoce y ha frecuentado. Esa es su magia. Además de por sus chuletas, cocinadas con un braseado perfecto y unas patatas fritas escandalosamente bien hechas, a la Gruta se va a rememorar viejos tiempos. A viajar hasta la infancia en la que éramos felices comiendo san jacobos y entremeses al lado de nuestros padres.

En esta época  de gastrobares cool en la que uno corre el peligro de que el camarero pase más tiempo explicándote el plato que lo que tardas en comértelo, una agradece que existan sitios así, donde lo importante es comer y beber y punto. Las paredes y techo del local simula ser una cueva, enmarcado por una especie de material de cartón piedra a lo Terra Mítica con cortinas castellanas y cabeza de toro presidiendo el salón. No es el restaurante al que irías a una cita romántica, pero sus chuletas bien valen una visita. El precio, 20 euros más bebida, no suele pasar de los 25.

Los postres son también los de antaño: comtessa, castaña helada, limón o naranja helada y tarta al whisky.  Cero casero, todo muy industrial pero que no desentona en absoluto con el local y que te hace incluso ilusión. Una vuelta a los orígenes de lo que era un restaurante en el que disfruté mucho pensando que mi padre, que seguro comió allí muchas veces, le habría gustado llevarme.